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Ilustración: Daniel Carrasco |
Eugenio agarró por la
cintura a su hija y ambos asomaron sus cabezas hacia la oscuridad del
pozo. Una pequeña higuera había brotado sobre un palmo de tierra
adherida a la pared interior y sus ramas, en su carrera hacia la luz,
palpaban las piedras del brocal como si trepasen.
Con el movimiento del
aire, las ramas provocaban un gruñido minúsculo que se percibía
desde el exterior.
El sol de febrero
iluminaba la superficie y Celia descubrió su propio rostro en el
espejo del agua: su semblante contrahecho, los ojillos ínfimos de
color ceniza, la barbilla prominente, las cejas pobladas y distantes
y una boca informe de labios desiguales. El leve tiritar del agua y
las ondas circulares desfiguraron en aquel espejo oscuro su ya
horrible aspecto.
El pueblo
Eugenio
entendió que aquel hombre quería sencillamente charlar. Con toda
seguridad, el anciano deseaba establecer lazos de amistad con él y
no sabía cómo.
—Pero
algunas casas son muy viejas —dijo Eugenio en tono animado—.
Y antes se cocinaba en el fuego y hacían falta chimeneas.
—Era
por precaución. Por miedo.
Su
grueso labio inferior temblaba al pronunciar las palabras.
—¿Por
miedo? —Preguntó—. ¿Por miedo a qué?
El
anciano se bajó del banco y se anudó las manos detrás de la
espalda. Tomó aire y estiró su cuello antes de continuar
hablando.
—No
hay chimeneas para evitar que las brujas entren en las casas.
—Por
Dios. Pero eso es una tontería. Las brujas no existen ¿Cómo van a
entrar en las casas?
Eugenio
se arrepintió enseguida de sus palabras. Hubiese preferido darle la
razón a aquel hombre de mente desvalida y evitar así un diálogo de
absurdos senderos. Pero ya era demasiado tarde.
—Por
las brujas —repitió el viejo— Por miedo a las brujas.
Después
de pronunciar esas frases el anciano se encaminó calle abajo y
desapareció tras una esquina sin despedirse.
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